Relato || Clarkopoke, pies grandes.

Clarkopoke, pies grandes.


Clarkopoke tenía los pies más grandes de toda la aldea. Por eso era conocido como Clarkopoke, que en su idioma significa «pies grandes». Tenía el tamaño de un oso, como todos los de su especie, y era tan peludo como uno. Los seis dedos de sus manos eran largos y delgados, sin embargo, y estaban rematados con afiladas uñas blancas. Por encima de todo su pelaje, sobresalían en su rostro dos ojos negros del tamaño de pelotas de pingpong, y una nariz ganchuda. Su ancha boca quedaba cubierta por el espeso pelo que le cubría la cara. Descansaban, sin embargo, ocultos tras sus labios, unos afilados dientes como los de un tiburón.


Se llamaban clapidercos, y eran un pueblo pacífico. Vivían en tipis, como los de los nativos americanos, pero más grandes, pues los clapidercos eran mucho más grandes que los indios. Se dedicaban a cultivar y cuidar de los animales; no cazaban, pues eran vegetarianos, y rara vez entraban en conflicto los unos con los otros. Era un pueblo unido por la fraternidad y el respeto. Ah, y tenían un tremendo sentido del humor. Hacían chiste de cualquier cosa, y nadie se sentía ofendido, pues todos los clapidercos entendían que era una broma, y que por encima de la burla, imperaba el respeto.
Clarkopoke, sin embargo, era incapaz de ver el respeto en las bromas sobre sus grandes pies. Le gustaba mucho ir a pasear al bosque a recoger bayas; le relajaba y le entretenía. Bien, pues no había ni un solo día que alguien hiciera un comentario jocoso sobre sus grandes pies.
─ ¡Ten cuidado, Clarko, no te vayas a tropezar! ─le decían a veces.
─ ¡Ánimo Clarko! ¡En dos pasos te plantas en el bosque! ─le decían otras.
─ ¡Oye Clarko, huelo tus pies desde aquí! ─le gritaban también.
Ninguno de ellos lo hacía para reírse de él, por supuesto, y Clarko lo sabía, pero no podía evitar sentirse ofendido cuando alguien comentaba algo sobre sus enormes pies, tan poco propios de los clapidercos como la falta de sentido del humor.
Aquello creó en Clarko un enorme complejo. Cada vez que agachaba la vista y observaba sus pies en toda su longitud (que era mucha ─ pensad en barras de pan), se sentía hundir en un pozo de tristeza y desesperación. ¿Por qué no puedo ser normal? Se preguntaba a menudo.
Un día, cansado de las burlas y de sus propios pies, fue a visitar al Chamán de la aldea. Este era un clapiderco mucho más pequeño lo normal: apenas llegaba a medir dos metros. Vivía en el tipi más grande de la aldea, paradójicamente, pues era el que le correspondía como Chamán de la aldea.  
Clarko siempre se sobrecogía al entrar en el tipi del Chamán. Era tan grande como un campo de fútbol, las llamas de una hoguera bailaban en el centro del tipi, despidiendo un humo grisáceo que desaparecía por la punta del tipi, y dándole a la vivienda del Chamán el aspecto de un lugar entre la luz y las tinieblas. 
Tras la hoguera, sentado plácidamente y con los ojos cerrados, descansaba el Chamán. Tenía el pelo de la cala recogido en diversas coletas, de forma que se adivinaba su ganchuda nariz y sus finos labios. 
─ Hola, Clarko ─dijo, abriendo los ojos─. Siéntate, por favor, y cuéntame qué te pasa.
El clapirdeco de los pies grandes avanzó con torpeza hasta el centro del tipi. Se sentó como pudo, y le dijo:
─ No me gustan mis pies.
El Chamán se rascó la cabeza, y sonrió:
─ A mí no me gusta la lluvia. Y sin embargo sé que es necesaria para que crezcan los alimentos que me dan de comer.
Clarkopoke tendría los pies grandes, pero no era tonto: captó el símil. Pero le dio igual, y volvió a la carga de forma mucho más directa.
─ Bueno, no quiero tener los pies tan grandes, ¿puedes ayudarme?
El Chamán esbozó una sonrisa de oreja a oreja (aunque no tuviera orejas) y mostró una retahíla de dientes grises. 
─ Yo no puedo ayudarte, Clarkopoke ─le señaló─, solo tú puedes hacerlo.
El aludido abrió los ojos con genuino asombro.
─ ¿Yo? Pues ya me dirás cómo ─le respondió─. Yo no hago magia, como tú.
El Chamán dejó escapar una risa fresca como la lluvia antes de levantarse y buscar papel y tinta entre los cachivaches que había a su espalda. Escribió algo que Clarko no pudo leer, se rascó la cabeza mientras lo leía, lo dobló, y se lo entregó.
─ Tendrás que llegar a la Pirámide del Oeste antes del cenit de la luna. Cuando llegues allí, lee este papel. No antes. De lo contrario, no funcionará. 
Clarko sonrió, incapaz de creer que hubiera sido tan fácil.
─ ¿Y ya está?
El Chamán frunció el ceño y respondió, rascándose:
─ Bueno, si no llegas antes del cenit… morirás.




Fue entonces cuando Clarkopoke sintió deseos de echarse atrás. La Pirámide del Oeste se encontraba a medio día de camino por lo menos. No había manera de llegar antes del cenit de la luna, que era en menos de cinco horas, a juzgar por la posición del sol. Iba a responderle al Chamán que se lo pensaría, cuando le dijo:
─ Ya no tienes otra opción, Clarko, así que o partes ya o ve a preparar tu testamento.
El clapirdeco de los pies grandes no se permitió ni un segundo para despedirse, sentir miedo, o arrepentirse. Rápido como el pensamiento, salió de la enorme tienda del tipi y se dirigió a la suya propia a por la mochila que utilizaba para sus excursiones. La llenó de un cuenco de agua, fruta, verdura, la carta del Chamán y un cuchillo, y emprendió su viaje hacia el oeste.
Sabía muy bien que tenía pocas posibilidades. El camino hacia la Pirámide del Oeste era largo y complicado, lleno de peligros y bestias salvajes. No era un lugar que los clapidercos visitaban con frecuencia. 
Caminaba rápido, nervioso y asustado, consciente del peligro que corría. Tan ensimismado estaba, que sin si quiera se dio cuenta del favor que le estaban haciendo sus grandes pies en aquella carrera. Daba pasos anchos, grandes, y le acortaban el camino significativamente. No pudo creer que había llegado a la Pirámide una hora antes del cenit hasta que esta no se alzó, imponente como solo una pirámide puede ser, frente a él.
Comenzó a subir los escalones despacio, permitiéndose un descanso. Sentía los nervios bullendo en su interior, como si estuvieran a punto de explotar. Solo era cuestión de segundos para librarse de aquellos estúpido pies tan poco propios de los clapidercos.
Llegó a la cima de la pirámide, sacó la hoja de papel del Chamán y, esperando encontrarse alguna clase de hechizo en lengua antigua, comenzó a leer en voz alta.
─ Querido Clarko ─empezó─. Le debes la vida a tus pies. De no ser por ellos, jamás habrías podido llegar a tiempo a la Pirámide y habrías muerto. ¿De verdad quieres deshacerte de algo que es tan intrínseco en ti? Piénsatelo. Perderías más que unos simples pues en el camino. Te perderías a ti mismo.
Clarkopoke permaneció un rato en silencio, dejó que las palabras calaran en su interior, y al fin lo comprendió. Se miró los pies, grandes como la propia Pirámide, y esbozó la sonrisa más sincera que había esbozado en años.
«Son mis pies», se dijo mientras los miraba encandilado, «y me gustan».

***

Las ilustraciones son de la maravillosa y espectacular Ana Sarrión, a la que tengo la suerte de considerar amiga. Os invito... no, os ordeno a visitar su instagram, que es una maravilla. Hace ilustraciones por encargo y tiene a la venta sus pinturas (yo ya le he comprado un alguna).

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Se agradecerán las críticas y los comentarios <3


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